La competitividad de una región no se pierde de un día para otro. Se desgasta en silencio, hasta que un día los indicadores dejan de reflejar el verdadero potencial del territorio. Eso ocurrió en Yucatán durante las últimas décadas: un estado con estabilidad, cohesión social y talento, pero atrapado en una infraestructura insuficiente para sostener una economía que aspiraba a competir más allá de sus fronteras inmediatas. La consecuencia fue evidente: inversión extranjera limitada, exportaciones decrecientes y salarios que, pese al capital humano de la entidad, permanecieron entre los más bajos del país.
Ese rezago, sin embargo, no surgió como accidente. Respondió a un modelo económico basado en estabilidad, a partir de la contención y la presión: una estructura productiva que durante años encontró comodidad en un ecosistema de bajos costos laborales, mínima presión logística y un horizonte limitado por la falta de infraestructura estratégica. Ese modelo permitió que Yucatán creciera marginalmente, pero no que escalara. Permitió que prosperaran algunos sectores, pero no que el desarrollo se distribuyera de manera amplia. Fue, en suma, un modelo que benefició a unos cuantos, sin traducirse en competitividad real para todas las personas.
Hoy, ese paradigma comienza a romperse. Yucatán vive el inicio de una transformación profunda, impulsada por una visión territorial que no administra la inercia: la desafía. El Renacimiento Maya, liderado por el gobernador Joaquín Díaz Mena, es la apuesta más seria en décadas por cambiar la ecuación económica del estado desde su raíz. Más de 40 mil millones de pesos en infraestructura - puerto ampliado, tren de carga, corredores logísticos, hospitales modernos, parques industriales con energía competitiva - no son un catálogo de obras. Son una estrategia. Son la decisión de construir, al fin, la base material de una competitividad que sea compartida, sostenida y equitativa.
En este tránsito era inevitable que surgieran inquietudes. Las transformaciones reales siempre tensan los bordes de los viejos acuerdos. Yucatán convivió durante años con un modelo funcional para sus beneficiarios históricos: salarios bajos, costos operativos reducidos, paz laboral y una infraestructura mínima que, aunque limitaba el crecimiento de largo plazo, permitía que nada cambiara demasiado. La inmovilidad tiene beneficiarios naturales; por eso sus defensores no sorprenden. Pero lo verdaderamente revelador es la paradoja: nunca generó molestia el que los salarios estuvieran entre los más bajos del país o que la infraestructura existente cada día fuera peor y más costosa, pero sí genera incomodidad que se cuestione la estructura que mantuvo esa condición. La estabilidad del pasado tuvo un precio, y ese precio fue la pérdida de competitividad.
La realidad salarial de Yucatán es quizá la expresión más evidente de esa contradicción. Un territorio con capital humano sobresaliente no puede permanecer entre los estados con menor remuneración laboral sin que ello sea un síntoma estructural. La razón no es falta de capacidad humana, sino la ausencia histórica de una plataforma productiva que permitiera transitar hacia actividades de mayor valor agregado. Ninguna economía puede aspirar a competir desde la contención salarial; la verdadera competitividad requiere logística moderna, conectividad estratégica, energía suficiente y sectores capaces de sofisticarse.
Solo así se construyen empleos que remuneren no solo el trabajo presente, sino el futuro posible.
El Renacimiento Maya propone justamente esa transición: dejar atrás el modelo que descansó en las limitaciones y avanzar hacia uno que construya capacidades. La ampliación del Puerto de Altura de Progreso no es una obra marítima; es una decisión económica. La incorporación del tren de carga no es nostalgia ferroviaria; es la base de un sistema logístico competitivo. Los nuevos parques industriales, los corredores carreteros, las inversiones sociales y hospitalarias no son accesorios: son la infraestructura que permitirá que Yucatán deje de depender de un modelo sostenido en los márgenes y comience a competir desde el centro de sus fortalezas.
Por primera vez en décadas, Yucatán dispone de una visión clara y una capacidad institucional que alinean su geografía, su talento y su infraestructura hacia un mismo propósito: crecer con competitividad y compartir los beneficios del desarrollo. Esta transición no será sencilla, porque implica revisar inercias, renovar responsabilidades y construir una nueva cultura de productividad. Pero es indispensable. Un estado que aspire a convertirse en plataforma industrial, logística y agroproductiva no puede seguir operando bajo los parámetros que definieron su pasado.
La competitividad no se hereda: se construye. Se construye cuando un territorio decide, con madurez y visión, dejar atrás la comodidad que benefició a unos cuantos y apostar por la competitividad que pueda beneficiar a todos. Eso es lo que está en marcha hoy en Yucatán. Eso es lo que significa, en su sentido más profundo, el Renacimiento Maya: una decisión histórica de transformar la estructura económica del estado y abrir, por fin, un nuevo capítulo para su futuro.
