Almacén CT & Cia está en Azcuénaga, un pequeño y retirado pueblo de 300 habitantes en el partido de San Andrés de GilesAlmacén CT & Cia está en Azcuénaga, un pequeño y retirado pueblo de 300 habitantes en el partido de San Andrés de Giles

El restaurante de pueblo que se volvió un imán de turistas con su menú de mar

2025/12/06 18:00

“En este lugar suceden cosas mágicas”, dice Lucas Coarasa en una de las mesas de su restaurante Almacén CT & Cia, en Azcuénaga, un pequeño y retirado pueblo de 300 habitantes en el partido de San Andrés de Giles. Pionera, la familia Coarasa logró imponerlo como destino gastronómico con una propuesta única: los sábados por la noche ofrecen un menú 100% con productos de mar.

La esquina, Casa Terrén y Compañía, data de 1885 y fue el antiguo almacén de ramos generales del pueblo. Por acá pasó toda la historia de esta localidad. Enfrente se ve la estación de tren (de 1880) por donde bajaba Julio Argentino Roca para pasar unos días en su estancia La Argentina y aquí se reunieron por última vez Juan Manuel de Rosas y Facundo Quiroga. Hoy es un punto de encuentro de vecinos que venden sus artesanías y productos, panificados, conservas y recuerdos.

La esquina, Casa Terrén y Compañía, data de 1885 y fue el antiguo almacén de ramos generales del pueblo

“Y pasan cosas mágicas”, vuelve a ratificar Coarasa. El actual restaurante, que siempre tuvo rango de pequeña fortaleza comercial y cultural en Azcuénaga, fue la locación que eligió Alberto Migré para sus novelas y para algunas que marcaron altos picos de rating en la televisión, como “La Extraña Dama” y “Ricos y Famosos”.

“Nos hace muy diferentes, ofrecer productos de mar en un pueblo donde el agua más cercana es la del río Areco”, cuenta Coarasa.

Todo se explica por los lazos familiares y el amor por generar una conexión con el terruño. De sangre aragonesa, el padre de Lucas era hijo de españoles de aquella región y se crio en el campo pero los veranos iba a Mar del Plata para probar paellas, mejillones, pescados y gambas al ajillo. Siempre iba el sábado a la noche. “En cada plato está nuestro padre”, dice Lucas.

El salón del restaurante

El mar está a 500 kilómetros de distancia de este pueblo de calles de tierra y arboladas. Pero todos los jueves llega desde Mar del Plata la pesca del día y todo lo que se ofrecerá el sábado. “Todas aquellas personas de la zona que no pueden ir al mar, vienen, se transformó en un clásico”, dice Lucas. Nada más ilustrativo para proyectar el poder de fantasía que produce la cocina, y determinados productos que abren las puertas de los buenos recuerdos.

“Acá se apagan los celulares y se produce el encuentro, revalorizamos mucho la importancia de la sobremesa”, dice Lucas. El restaurante es un templo que le rinde culto a la amistad, pero también a la amabilidad en espacios. Todo es grande. Tiene varios salones, y una galería. Al igual que las porciones que se ven en las mesas, todo tiene una explicación, y es simple.

Uno de los platos que ofrecen

“Somos diez hermanos”, dice muy suelto Coarasa. Se ríe cuando recuerda las comidas de su madre. “Hacía una montaña de milanesas”, afirma. Su padre, fanático del mar, esperaba los veranos para ir a Mar del Plata y allí iban en caravana los diez hermanos, el matrimonio, con la asistencia de dos empleadas. “Papá se volvía loco por los mariscos y la comida de mar”, confiesa Coarasa.

Menú marino

“Todo eso nos lo transmitió a nosotros”, dice Coarasa. En el menú de los sábados, la esquina campera se vuelve marina. La carta es una oda al gusto familiar, y común a gran parte del gusto argentino con respecto al recetario de cantina portuaria. Picada de mar, con mejillones, camarones, cornalitos, calamarettis. Luego rabas, gambas al ajillo, y el soliloquio del Atlántico se cierra con camarones apanados y calamarettis doré.

Aunque es lo que lo vuelve diferente, el restaurante tiene un menú que ennoblece la cocina rural, guiso de mondongo de cordero, carré de cerdo, lasaña de cuatro pisos, sorrentinos de osobuco y salsa de hongos de pino, “asado de domingo” bife de chorizo y un soberano en la carta: el pernil de cerdo que lleva una cocción de diez horas, tesoros del recetario familiar.

Lucas Coarasa

Las porciones se sirven en estas magnitudes sentimentales: medio pobre (una porción), pobre (para dos personas), muy pobre (cuatro comensales) y a la “Coarasa” (para seis)

“Calidad, cantidad y calidez”, señala Coarasa los pilares que sostienen al restaurante. Existe aquí mucha originalidad. Una bandera de Aragón, pero también una remera de la famosa cantina boquense “La Glorieta de Quique”, viejos libros contables del almacén y decenas de fotografías de momentos gloriosos de la familia y visitantes ilustres. Muchas situaciones llaman la atención: uno de los salones tiene colgando del techo innúmeras botellas de vino.

Rabas

Una tradición vuelve al “Almacén CT & CIA” un lugar único. En las paredes se exponen una cantidad indeterminada de platos firmados por clientes que escriben impresiones y palabras sobre la experiencia. “Nos regalan sus recuerdos”, dice Coarasa. En otro salón, etiquetas de vinos con el mismo contenido: frases y firmas, sentimientos escritos, palabras nacidas del corazón.

En una sala, dentro de moldes ladrilleros, barquitos de papel con frases como “He sido muy feliz” “Qué lindo lugar” La hospitalidad es un ingrediente que sobrevuela el restaurante. La familia Coarasa así lo orquesta y así llega en cada plato.

“Acá se generan espacios de comunión, de familia, y hacemos un culto al encontrarse dentro de la mesa, sin ruidos extraños”, dice Coarasa. “El que viene sabe que aquí se apagan los teléfonos y se encienden cosas más íntimas, que tienen que ver con volver a una versión más antigua nuestra”, agrega.

Crisis y oportunidad

“Papá nunca más entró”, recuerda Coarasa. La historia del almacén y su conversión a restaurante es el resumen de la propia trama trágica de la Argentina. El abuelo de Lucas debió desprenderse de la esquina en 1969. Una manera de hacer comercio se moría. También, las incontables crisis económicas terminaron por sellar su suerte. “Había clientes que pagaban una vez al año, era lo normal, pero el mundo ya había cambiado”.

El almacén pasó a ser la sede de una firma de acopio de granos. Siempre mantuvo todo el mobiliario. “Mi abuelo murió a los pocos años”, dice Coarasa. Su padre fue el único que se quedó viviendo en el pueblo y, paradoja del destino, tenía su casa a 50 metros del almacén. “Pero jamás volvió a entrar”, asegura su hijo Lucas.

En los 90, el pueblo sufrió un duro golpe: el tren dejó de pasar y el horizonte se hizo más pequeño y la esperanza más lejana. Los jóvenes se comenzaron a ir y Azcuénaga quedó en terapia intensiva. El viejo almacén cambió de mano y pasó a una multinacional cerealera pero lo puso en venta. ¿Quién compraría un elefante blanco en un pueblo medio muerto?

“Lo llamaron a papá, y le dieron muchas facilidades”, dice Coarasa. Existen lugares destinados a seguir controlados por la misma sangre. “Se hizo justicia universal”, cuenta Coarasa. Después de 24 años, en 1993, el padre de Lucas volvió a entrar al almacén y lo abrió, esta vez en un pueblo agonizante. Los años pasaron y Enrique Coarasa falleció. Antes de irse, llamó a su mayorazgo, también Enrique y le dio un legado. Una orden familiar.

Picada en el restaurante

“Le dijo que no cerrara y mi hermano vio el camino que debíamos seguir”, dice Coarasa. En 2011 el almacén se convirtió en restaurante y fue clave, junto con la casa de pastas “La Porteña”, en la recuperación de Azcuénaga como destino de turismo rural. “Los fines de semana no entraba nadie”, recuerda Coarasa. En la actualidad la localidad se ha conformado como polo gastronómico con varios comedores y propuestas de esparcimiento.

El pueblo conserva su ritmo lento. Los cientos de personas que lo visitan no le han quitado la mansedumbre y el garbo gauchesco de cumplir con costumbres vitales, como el silencio a la hora de la siesta. El club Apolo es aún el punto de encuentro con una típica cantina para apurar un aperitivo, la panadería “La Moderna” con horno a leña perfuma las veredas centelleantes de flores y árboles pulidos por la belleza primaveral.

Coarasa y equipo

“La raíz está en un solo lugar”, dice Coarasa. A principio de octubre regresó al país luego de estar cuatro años en España. Fue a probar suerte montando un restaurante en Aragón, la cuna de la familia. “Pero no podes impostar un sentimiento, yo le debo todo a Azcuénaga”, confiesa. “El restaurante nos une como familia”, cuenta. De los diez hermanos, cinco trabajan en el proyecto.

Cuenta que muchos clientes luego de probar los platos y conectar con la experiencia familiar, regresaron al pueblo para comprar una casa o un terreno y vivir una nueva vida. “Estas son las cosas mágicas que suceden: esta esquina transforma realidades, creemos que un plato de comida puede ser el punto de partida para transformar la realidad de una familia o una persona”, concluye Coarasa.

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Excelsior2025/12/06 19:21