Cuando era niño, el mejor regalo que alguien te podía traer del extranjero era un chocolate importado. Así de simple. Un Hershey’s, un Snickers, un Milky Way… cualquiera de esas barras era casi un tesoro. La emoción no era sólo el sabor, era la sensación de tener algo que no existía en México. Viajar a Estados Unidos implicaba una regla no escrita: regresar con una maleta que, además de ropa, traía productos imposibles de conseguir acá. Era parte del ritual, parte de la magia de cruzar la frontera.Cuando era niño, el mejor regalo que alguien te podía traer del extranjero era un chocolate importado. Así de simple. Un Hershey’s, un Snickers, un Milky Way… cualquiera de esas barras era casi un tesoro. La emoción no era sólo el sabor, era la sensación de tener algo que no existía en México. Viajar a Estados Unidos implicaba una regla no escrita: regresar con una maleta que, además de ropa, traía productos imposibles de conseguir acá. Era parte del ritual, parte de la magia de cruzar la frontera.

Un chocolate, un deseo: cómo el consumidor cambió el mercado en México

2025/12/11 00:18

Cuando era niño, el mejor regalo que alguien te podía traer del extranjero era un chocolate importado. Así de simple. Un Hershey’s, un Snickers, un Milky Way… cualquiera de esas barras era casi un tesoro. La emoción no era sólo el sabor, era la sensación de tener algo que no existía en México. Viajar a Estados Unidos implicaba una regla no escrita: regresar con una maleta que, además de ropa, traía productos imposibles de conseguir acá. Era parte del ritual, parte de la magia de cruzar la frontera.

Y no era casualidad. Las restricciones gubernamentales y aduaneras de aquella época —particularmente entre los 70s y 80s— eran extremadamente estrictas. Bajo la narrativa de proteger al productor nacional, el país construyó un muro de regulaciones que hacía casi imposible que marcas extranjeras entraran libremente al mercado mexicano. El objetivo era fomentar una industria local fuerte; el resultado fue un consumidor con opciones muy limitadas.

Ese proteccionismo marcó a toda una generación. En un país donde la diversidad de productos estaba “curada” por decreto, el mercado se volvió predecible y lento. Muchas empresas mexicanas, protegidas por la falta de competencia, simplemente dejaron de innovar. La complacencia se volvió un mal silencioso: ¿para qué invertir en calidad, eficiencia o nuevas tecnologías, si el consumidor no tenía alternativas?

Pocas compañías lograron sortear esas reglas. Y no fue por diplomacia, fue por inversión. Las marcas que realmente querían entrar a México descubrieron que la única vía era montar plantas de producción local. La inversión industrial se convirtió en el boleto de entrada al mercado nacional. Gracias a eso, empezamos a ver algunas marcas “extranjeras” fabricadas en territorio mexicano, con todo y el orgullo de la etiqueta “Hecho en México”.

Incluso el nombre de las marcas era un tema regulado. Un ejemplo icónico: 7-Eleven. La cadena tuvo que operar durante años bajo el nombre “Súper 7”, porque las reglas comerciales no permitían el uso de nombres en inglés. Parecería anecdótico hoy, pero en su momento reflejaba perfectamente el espíritu de la época: proteger lo nacional a toda costa, incluso si eso significaba distorsionar el mercado.

Con el tiempo, la evidencia fue imposible de ignorar. Ese proteccionismo no impulsó a las empresas mexicanas: más bien las adormeció. La falta de competencia aplana la creatividad. Y cuando el mercado finalmente empezó a abrirse —con la modernización económica, los tratados comerciales y la globalización— muchas compañías locales simplemente no pudieron ponerse al día. Algunas cerraron; otras se transformaron, y varias lograron reinventarse para competir con gigantes internacionales.

Y aquí está un punto clave: un mercado abierto, lejos de debilitar al consumidor, lo fortalece. Más competencia significa mejores precios, mejor calidad, más innovación y un ecosistema empresarial más dinámico. La apertura comercial no sólo beneficia al cliente; obliga a los jugadores del mercado a elevar su nivel.

Hoy México vive una revolución de marcas como pocas en su historia. La cercanía con Estados Unidos nos conecta automáticamente con miles de productos que cruzan la frontera en cuestión de semanas —no años— desde su lanzamiento. Las tiendas físicas y el e-commerce permiten que el consumidor mexicano tenga acceso a portafolios que hace 30 años eran impensables.

Aun así, no llegamos al nivel de saturación de marcas que existen en Estados Unidos, donde cada categoría tiene decenas de competidores hipersegmentados. Pero sí contamos con una presencia robusta de líderes globales en prácticamente todas las industrias: alimentos, bebidas, cuidado personal, tecnología, moda, hogar, conveniencia y un largo etcétera.

Además, México ya no sólo recibe marcas. Exporta. Europa, Asia y Sudamérica también compiten por su espacio en el anaquel nacional. Somos un punto de encuentro global, un mercado atractivo y estratégico.

Pero aquí viene la parte más interesante: en medio de esta explosión de marcas extranjeras, lo local nunca había estado tan fuerte.

El consumidor mexicano está redescubriendo el valor de lo hecho en casa. Hay un impulso creciente por apoyar marcas nacionales, por comprar productos artesanales, por elegir sabores y formatos de nostalgia. La tendencia “consume local” dejó de ser discurso y se convirtió en comportamiento masivo, especialmente entre las nuevas generaciones.

Y tenemos ejemplos que trascienden fronteras: Corona, Tajín, Bimbo, La Costeña, Grupo Lala… marcas mexicanas que no sólo dominan aquí, sino que han conquistado mercados internacionales y se han vuelto referentes globales.

La lección es clara: abrir el mercado no elimina a lo local; lo obliga a mejorar y lo impulsa a crecer.

Hoy, en un mundo que vuelve a hablar de aranceles, tarifas y guerras comerciales, vale la pena recordar lo que ya vivimos. Las regulaciones pueden cambiar el ritmo, pero no cambian la realidad: el consumidor es quien define qué marca gana o pierde. Es el consumidor quien otorga legitimidad. Y es el mercado, no los decretos, quien termina dictando quién se queda y quién se va.

El desarrollo debe venir de la competencia, no de la protección artificial. Porque cuando el mercado compite, el consumidor gana. Y cuando el consumidor gana, el país también.

Esto es Más Allá del Éxito. ¡Nos leemos pronto!

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Excelsior2025/12/11 10:41