Desde 1927, la revista Time elige cada año a la persona —o fuerza— que más influyó en el mundo, “para bien o para mal”. En 2025 optó por los Architects of AI, los arquitectos de la inteligencia artificial. No se trata de un capricho editorial, sino de la constatación de que la IA dejó de ser una promesa tecnológica para convertirse en una nueva infraestructura del poder: quien controla los chips, los modelos y los datos decide sobre la economía, la seguridad y la vida cotidiana de millones de personas.
El grupo reconocido por Time está integrado por ocho empresarios y científicos que impulsaron la IA desde los laboratorios hacia el centro del sistema económico. Jensen Huang y Lisa Su suministran el cómputo masivo que hace posible esta revolución; Sam Altman, Demis Hassabis y Dario Amodei encarnan distintas visiones sobre hasta dónde escalar y cómo contener los riesgos; Elon Musk y Mark Zuckerberg usan sus plataformas para definir qué modelos se abren, cuáles se cierran y bajo qué reglas se integran a vehículos, teléfonos y redes sociales. No son políticos electos, pero hoy tienen más influencia que muchos gobiernos.
Las consecuencias ya se sienten en los medios y en la política. La IA redacta notas, traduce textos, edita video y fabrica voces e imágenes difíciles de distinguir de las reales. Esa eficiencia abarata costos en redacciones debilitadas, pero erosiona la confianza: cuando cualquiera puede producir “evidencia” en video o audio, el concepto mismo de prueba entra en crisis. En paralelo, estudios académicos muestran que unas cuantas interacciones con chatbots bastan para mover la intención de voto de un segmento de electores. Deepfakes, mensajes personalizados y campañas de odio a bajo costo convierten las elecciones en un terreno fértil para la manipulación algorítmica.
La IA se ha convertido en un arma geopolítica comparable a las armas nucleares en términos de impacto. Las potencias invierten miles de millones de dólares en supercomputadoras, centros de datos y talento especializado, mientras que en el resto del mundo apenas se concentra una fracción mínima de esa infraestructura. El resultado probable es un neocolonialismo digital: países que consumen servicios en la nube y modelos entrenados afuera, pero sin voz real sobre cómo se diseñan, se regulan o se usan.
El caso mexicano es más matizado. El gobierno ha anunciado la instalación de una supercomputadora de alto rendimiento, y la presidenta Claudia Sheinbaum ha presentado una estrategia para impulsar la IA y la tecnología en el país. Son pasos relevantes que apuntan a reducir la dependencia y a aprovechar mejor el talento local. El problema es de escala y de rumbo: requiere una política industrial que vincule ese cómputo con sectores productivos concretos, con reglas claras de uso de datos y con una visión de largo plazo para formar especialistas.
La discusión sobre la IA no es un tema de ingenieros, sino de poder. De ella depende el lugar que México tendrá en la nueva economía. Si la estrategia se queda corta, la era de las máquinas pensantes dejará al país como un simple proveedor de recursos y minerales, obligado a comprar acceso a un sistema controlado por otros.
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