Lo que hoy ocurre en Honduras no es un accidente electoral. Es un ensayo general. Un experimento en tiempo real del nuevo intervencionismo estadounidense en América Latina. Con menos diplomacia, menos pudor y más poder directo.
El empate técnico entre Nasry Asfura y Salvador Nasralla, con Rixi Moncada fuera de competencia, ya dice bastante, pero lo verdaderamente relevante no está en las actas, sino en el contexto de presión externa. Donald Trump no solo endosó candidato. Indultó al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández en plena campaña y, tras el empate, amenazó con “consecuencias” si el resultado “se altera”. Eso no es opinión. Es intervención.
Formalmente, la elección avanza sin fraude probado. Las misiones como la OEA hablan de normalidad. Pero la política no vive solo de legalidad. Vive de credibilidad. Y Honduras carga con el trauma de 2017, cuando el mismo Trump reconoció de inmediato una elección cuestionada. La señal es clara: cuando Washington valida, la legalidad se vuelve secundaria.
Honduras no está sola. Forma parte de un patrón regional.
En Brasil, los aranceles dejaron de ser política comercial para transformarse en castigo geopolítico en defensa de Bolsonaro. En Colombia, la sanción personal contra Petro tiene forma de “lista Clinton”: financiera, silenciosa, devastadora. En Ecuador, el canal es la seguridad y el discurso de las bases militares estadounidenses en ese país. En Argentina, el poder entra en dólares: FMI, swaps, respaldo político condicionado a resultados electorales.
A cada país, su instrumento. Pero la lógica es siempre la misma: premio al alineado, castigo al incómodo.
Y luego está Venezuela. El caso extremo. El laboratorio completo.
Desde 2017 no hay sanciones parciales: hay asfixia estructural. En 2019, Trump reconoce a Juan Guaidó como presidente interino y transfiere activos estratégicos. Washington no opina sobre la democracia venezolana: intenta redefinir quién gobierna.
El petróleo dejó de ser recurso energético para convertirse en arma electoral estadounidense. Se aflojan licencias cuando conviene bajar la inflación. Se endurecen cuando el proceso venezolano no encaja en el guion. Todo al ritmo de la campaña en Estados Unidos.
Pero la presión no es solo financiera. También es operacional.
Entre 2020 y 2024 hubo ataques a embarcaciones, incursiones en el Caribe, todo bajo ambigüedad estratégica. El mensaje es de manual: vulnerabilidad permanente. Y en la que la opción militar nunca abandonó la mesa.
Hoy se completa el triángulo del poder: sanción económica + sabotaje indirecto + amenaza militar.
Lo que en Honduras se expresa con tuits, en Venezuela se respalda con flotas.
¿Por qué esto debería importarle a México? Por tres razones simples.
Uno: migración. Lo que se desestabiliza en Centroamérica termina en la frontera sur mexicana.
Dos: comercio. Brasil y Argentina ya probaron cómo los aranceles pueden ser castigo político y, en México, también se han esgrimido desde los paraguas migratorio y de combate al fentanilo.
Tres: precedente. Si la injerencia electoral se normaliza en Tegucigalpa, mañana puede ensayarse en cualquier otra capital. Sin avisar.
México defiende la no intervención con la Doctrina Estrada. Pero convive con un vecino que ya no la reconoce ni como principio retórico.
Honduras hoy no es solo Honduras. Es un aviso temprano del nuevo orden hemisférico: menos reglas, más fuerza; menos mediación, más transacción.

